Cuando Julia se recostó en la cama, Alberto hizo su aparición en el vano de la puerta. Al igual que ella, estaba totalmente desnudo dejando ver sin disimulo alguno la pasión que en esos momentos lo dominaba. La mujer no pudo evitar que su sangre ardiera por el deseo.Sonrió con lujuria.
Alberto se acercó lentamente. Muy lentamente. Cada paso que daba se transformó en un interminable motivo de excitación para Julia. Su rostro, envuelto en la semioscuridad de la habitación que tantas veces habían sabido compartir, se inclinó sin emitir ningún sonido que pudiera anticipar lo que iba a hacer con ella.
Por unos instantes Julia se sintió como una ninfa virginal, allá en la noche de los tiempos, apenas dispuesta a entregar el dulce fruto que tanto había atesorado ante un libidinoso fauno deseoso por poseerla. Su cuerpo se estremeció casi sin control, cuando una de las manos se apoyó suavemente en la cara interna de su muslo.
El se acercó aun más hacia la mujer y la besó dulcemente en la punta de sus labios entreabiertos. Las caricias haciéndose más inquisitivas, desplazándose de uno a otro lado del desnudo cuerpo. Un delicioso cosquilleo, señal inequívoca de un inminente orgasmo, corrió por su espalda. Sus pezones comenzaron a erguirse desafiantes.
Un aroma dulzón, como el de las flores mustias, invadió los excitados sentidos de la mujer.
A pesar que la excitación ganaba de manera incontenible todo su ser, Julia sintió miedo. En el fondo de su alma, sintió que algo no andaba del todo bien. Algo indescriptible y extraño atenazó, por unos instantes, el ardiente apetito que la estaba consumiendo.
Algo que no podía discernir ni comprender.
Julia abrió la boca en un intento por explicar lo que su mente elucubrando, pero únicamente pudo emitir un gemido ahogado. Las manos y los besos apasionados de Alberto ahogaron cualquier duda o temor que ella pudiera llegar a tener.
-Te amo- Dijo finalmente ella, entregándose a la pasión.
-Te amo- Sonó, como un eco, la voz de él.
En esa noche de cuerpos desnudos y pasiones desbordadas, las dudas no tenían cabida. Ni tampoco los temores. Tan solo primaba el deseo.
A la mañana siguiente, cuando los rayos de un límpido sol hicieron su aparición por los visillos de las ventanas de la habitación, Julia se despertó sola en la cama. Se sentía agotada pero sumamente feliz, como jamás lo había llegado a estar en toda su vida. Tan solo un pequeño detalle no la dejaba en paz y empañaba en cierta forma toda esa felicidad. No era que hubiera pasado una mala noche, todo lo contrario.
… Era solo que Alberto había muerto hacía cinco años.
Alberto se acercó lentamente. Muy lentamente. Cada paso que daba se transformó en un interminable motivo de excitación para Julia. Su rostro, envuelto en la semioscuridad de la habitación que tantas veces habían sabido compartir, se inclinó sin emitir ningún sonido que pudiera anticipar lo que iba a hacer con ella.
Por unos instantes Julia se sintió como una ninfa virginal, allá en la noche de los tiempos, apenas dispuesta a entregar el dulce fruto que tanto había atesorado ante un libidinoso fauno deseoso por poseerla. Su cuerpo se estremeció casi sin control, cuando una de las manos se apoyó suavemente en la cara interna de su muslo.
El se acercó aun más hacia la mujer y la besó dulcemente en la punta de sus labios entreabiertos. Las caricias haciéndose más inquisitivas, desplazándose de uno a otro lado del desnudo cuerpo. Un delicioso cosquilleo, señal inequívoca de un inminente orgasmo, corrió por su espalda. Sus pezones comenzaron a erguirse desafiantes.
Un aroma dulzón, como el de las flores mustias, invadió los excitados sentidos de la mujer.
A pesar que la excitación ganaba de manera incontenible todo su ser, Julia sintió miedo. En el fondo de su alma, sintió que algo no andaba del todo bien. Algo indescriptible y extraño atenazó, por unos instantes, el ardiente apetito que la estaba consumiendo.
Algo que no podía discernir ni comprender.
Julia abrió la boca en un intento por explicar lo que su mente elucubrando, pero únicamente pudo emitir un gemido ahogado. Las manos y los besos apasionados de Alberto ahogaron cualquier duda o temor que ella pudiera llegar a tener.
-Te amo- Dijo finalmente ella, entregándose a la pasión.
-Te amo- Sonó, como un eco, la voz de él.
En esa noche de cuerpos desnudos y pasiones desbordadas, las dudas no tenían cabida. Ni tampoco los temores. Tan solo primaba el deseo.
A la mañana siguiente, cuando los rayos de un límpido sol hicieron su aparición por los visillos de las ventanas de la habitación, Julia se despertó sola en la cama. Se sentía agotada pero sumamente feliz, como jamás lo había llegado a estar en toda su vida. Tan solo un pequeño detalle no la dejaba en paz y empañaba en cierta forma toda esa felicidad. No era que hubiera pasado una mala noche, todo lo contrario.
… Era solo que Alberto había muerto hacía cinco años.